miércoles, 20 de enero de 2016


AUTOBIOGRAFÍA

 

Mi nombre es Lucía, significa “la que nació con la primera luz del día”. Hija de padres guatemaltecos, nací el 27 de octubre de 1986 en el IGSS de Pamplona por medio de una cesárea de emergencia.

 

Mucho es lo que se comenta sobre el día de mi nacimiento, sin embargo aún no tengo la certeza fehaciente de que alguno de los sucesos que dicen ocurrieron, sean ciertos en su totalidad y creo que la incertidumbre de lo que pasó o dejó de pasar me acompañará por siempre. Según relata mi mamá, mi abuela paterna era enfermera en ese hospital e intentó acabar con mi vida, pues no toleraba el hecho de que sostuviera una relación con mi papá, debido a las diferencias religiosas. Él católico y ella evangélica. Los médicos intervinieron para tratar de salvarme la vida y en medio de todo el caos del momento, el doctor me botó y causó una dislocación de cadera, lo que después me llevaría a recibir terapia para poder caminar. De igual forma, no se sabía si sería capaz de hablar o si tenía algún daño cerebral por la supuesta sustancia que habían inyectado en mi organismo. Según parece, las consecuencias de aquel día, eran graves para mí y para mis inexpertos padres, motivo por el cual decidieron apartarse por completo de la familia de mi papá, cortando toda relación de raíz con ellos. Como es de esperarse, no recuerdo nada de esta etapa y solamente conozco lo que de oídas he escuchado, pues son temas sensibles para la familia y no se hablan abiertamente, aunque confieso que muchas veces quisiera conocer las versiones de lo sucedido. Quizá este hecho ya no me acosa con interminables preguntas a la mitad de la noche, pues ahora he aprendido  que es parte de mí y que debo aceptarlo como  un capítulo de mi historia que no puedo cambiar.

 

La vida continuó con normalidad y al cabo de un año y medio, tuve la visita de mi hermano Alejandro, año y medio después, llegó mi hermano David y con él, mis padres decidieron cerrar la fábrica de bebés.  Recuerdo levemente mi infancia… momentos fugaces de felicidad y más momentos de “ocupación”. Parecía ser que mis papás estaban muy preocupados por prepararnos para la vida en todas las maneras posibles y eso incluía clases de natación, inglés, karate, taquigrafía, piano, pintura, etc. Después del colegio, teníamos un horario que cumplir y era inconcebible la idea de faltar a una de las clases, por lo que teníamos tiempo limitado para jugar y para ser niños, sí, niños; como aquellos que jugaban tocando timbres, o que salían al parque con sus amigos de la cuadra.

 


Crecí y esas actividades se volvieron normales para mí. Adicionalmente, mi mamá nos involucró muchísimo en sus actividades de iglesia y ahí pasábamos gran parte del fin de semana. Mi papá siempre estuvo apartado, como un observador, no participaba y tampoco emitía su opinión al respecto. Esto empezó a desencadenar muchos problemas en el matrimonio y había violencia física y verbal entre ellos y para con nosotros también. Esos eventos han dejado cicatrices en el alma, pues ves a los tuyos pelear, ser seres infelices e incomprendidos.

 

No siendo suficiente el hecho de que en mi casa tenía una dinámica familiar disfuncional, mi familia materna también cometía ciertos abusos con nosotros. Recuerdo que mi abuela y mi tía solían pararme frente a un espejo para decirme que era una mujer fea y que nadie se casaría conmigo. Esto ocasionó que durante un período de mi adolescencia tuviera baja autoestima, pues poco a poco comencé a creer cada una de las palabras que me decían, pues me lo repitieron constantemente desde mi niñez. Recuerdo que pase varias noches llorando por esto… ahora tampoco me importa mucho, pero en ese momento era como si el cielo cayera sobre mí. Los años pasaron y como sucedió con el día de mi nacimiento y con mis días ocupados con entre múltiples tareas, aprendí a vivir con ello.  ¿Qué si todo esto afectó mi forma de ser y mi personalidad? Claro que sí.

 

A mis 14 años, sucedió otro hecho que marcaría mi vida enormemente. Regresando de unas pequeñas vacaciones familiares de Xela, tuvimos un grave accidente automovilístico. Mis dos hermanos perdieron la vida y yo estuve muy cerca de fallecer también. Mi papá tuvo lesiones mínimas en uno de los pies, sin embargo lo peor que pudo haberle sucedido en la vida, era haber perdido a sus dos hijos. Él tenía vida física, pero emocional y espiritualmente estaba muerto. Tenía esa mirada vacía y perdida… sus ojos lloraron todo lo que puede llorar una persona.

 

Mi mamá por el contrario, se mostró muy fuerte y fortalecida con la noticia, pues decía tener la certeza de que ellos ya estaban gozando del reino de Dios.  Tuvo fractura de pelvis, cadera y fémur. Su recuperación fue lenta, pero al cabo de varios meses de cirugías, terapia y tratamiento, logró volver a ponerse en pie y retomó su vida “normalmente”.

 

Yo presente factura de fémur, cráneo, brazo y mandíbula. Recuerdo que mi recuperación fue un poco más lenta, pues requerí muchísimas cirugías y algunas otras intervenciones reconstructivas. Con relación a la muerte de mis hermanos, creo que nunca me detuve a llorar, ni me di el tiempo de vivir el duelo, pues vi la aflicción en el rostro de mi papá y vi el dolor que embargaba su corazón… no puedo olvidarlo. Por ese motivo, decidí vestirme con una coraza de fortaleza y ser ese bastón que pudiera “sostener” a mis papás, especialmente a mi papá en estos momentos difíciles. Conforme pude irme poniendo en pie,  aún con mis limitaciones, decidí que regresaría al colegio, aún en contra de lo que querían mis papás, ya que ellos buscaban que recibiera educación desde casa para que mi recuperación fuera óptima. Pero yo insistía en ser ese pilar de fortaleza y quería darles “motivos” para volver a sonreír. Ellos valoraron y agradecieron mi esfuerzo. No obstante para mí, la factura a pagar fue alta. Mis compañeros de clase me hicieron bullying en todas sus expresiones. Fue difícil vivir con eso en medio de lo que me estaba pasando en esos momentos, pero lo superé y me gradué de básicos.

Mis papás me hicieron una pequeña fiesta sorpresa de quince años. Fue un momento emotivo. Eran pocas personas, pero al final de cuentas, eran las personas que siempre habían estado ahí para nosotros, para mí. Eso no incluía a mi familia materna, quien aprovechándose de la situación del accidente y que estábamos incapacitados en hospitales, cirugías y demás, entraron a nuestra casa a sacar nuestras pertenencias para venderlas y hacer algo de dinero con ellas.

 

Es decir, que a partir de ese momento fuimos solamente mi papá, mi mamá y yo. En ellos dos resumía mi pequeño núcleo familiar.

 

Un año más tarde, mi papá elevó sus alas y partió al encuentro con mis hermanos. Le arrebataron la vida con arma de fuego delante de mí, un día que iba a dejarme al colegio. ¿Logras superar algo tan difícil? No sé si puede superar del todo, y menos estando tan cerca de otro evento muy fuerte para nuestra familia. De lo que estoy segura es que Dios me dio la fortaleza y entereza para enfrentar ambas situaciones.

 

Mi mamá lloró la muerte de mi papá y tomó una postura de “ya nada me importa”, “¿para qué vivir?”. Yo trataba de ayudarla y de apoyarla en medio de mis posibilidades, pero creo que en vez de eso, nos fuimos distanciando cada vez más y nuestras diferencias comenzaron a ser más notorias conforme pasaba el tiempo. Desde siempre habíamos tenido una relación complicada. Nunca estábamos de acuerdo y si existiera algo peor que el agua y el aceite, eso somos mi mamá y yo.

 

Me gradúe de bachillerato y mi mamá decidió que ya no debía seguir estudiando en la universidad, pues no tenía caso alguno. Yo pensaba diferente y creía con gran convicción que debía estudiar, pues el día de mañana necesitaba tener las herramientas necesarias para salir adelante ante cualquier circunstancia que pusiera la vida, por más difícil que fuera, debía estar preparada. Recuerdo que uno de los consejos que me dio mi papá fue el siguiente: “No importa lo que decidas ser en la vida, ya sea médico, maestra o peluquera, debes ser la mejor de las mejores”.

 

Me armé de valor y le dije a mi mamá que estudiaría, que yo quería hacerlo. Como era de esperarse, me dijo que no contaría con su apoyo, que lo mejor era que me quedara en la casa y que me involucrara más en la iglesia, quizá en el grupo de alabanza. Me rehúse a hacerlo y le dije que yo sola saldría adelante con mis estudios. Busqué un trabajo, me inscribí en la Universidad y solicité beca, pues con mis ingresos de ese momento, no lograba sufragar la mensualidad. Dios me bendijo enormemente y la Universidad me concedió el beneficio, así que trabajaba todo el día y estudiaba en la noche. Al cabo de cinco años, me estaba graduando de Licenciada en Ciencias de la Comunicación y como si eso fuera poco, obtuve reconocimiento de tesis y Cum Laude por mi rendimiento académico durante los años de estudio. ¿Acaso podía estar más feliz? Claro que no… ese logro era mío y se sentía tan bien haberlo logrado contra todo pronóstico.

 


Ese mismo año, me casé con mi mejor amigo. Él se llama Roberto y fue mi novio durante los cinco años de Universidad. No sé si existan los ángeles en la tierra, pero él y su familia han sido ángeles para mí. Siempre que necesité ayuda de cualquier tipo, ellos estaban ahí para mí. ¿Fue difícil? Claro que sí y más cuando no venía acostumbrada a una dinámica familiar saludable como la que ellos tenían. Me costó y aún por momentos, me sigue costando el proceso de interacción y de adaptación. Ellos son una familia numerosa, muy unida y si bien es cierto que siempre hay problemas, tienen maneras para afrontar las situaciones y resolver los conflictos que pudieran llegar a presentarse.

 

Al poco tiempo de matrimonio, presenté problemas de salud y después de un chequeo médico, nos informaron que yo tenía problemas para tener bebés, pues además de ovarios poliquísticos, tenía endometriosis y cierta obstrucción en el útero, por lo que sería necesaria una intervención. Llegó el día de la cirugía y nos informaron que teníamos un período aproximado de seis meses para tener bebés, pues de lo contrario, debería recurrir a tratamientos de fertilidad más adelante. Platicamos con mi esposo y tomamos la decisión de buscar bebé. Quizá no era nuestro deseo ser padres tan pronto, ya que teníamos siete meses de casados y teníamos otros planes como estabilizarnos económicamente hablando, viajar y disfrutar de nuestra relación de pareja, pero pensamos que si Dios estaba permitiendo esa ventana de seis meses para buscar bebé, lo haríamos, pues en sus planes todo es perfecto y con algún propósito estaba permitiendo que tuviéramos familia rápido.

 

Siete meses después, la prueba dio positivo y estábamos esperando un hermoso bebé. Tuve hiperémesis gravídica los nueve meses y por consiguiente, mi peso en el embarazo fue bajo, estuve hospitalizada varias veces y me advirtieron sobre la posibilidad de que mi hijo viniera con bajo peso al nacer. Llegó el día de su nacimiento y fue un niño completamente saludable. Pesó 6.4lbs y lo llamamos Roberto David Alejandro.

 

Por mi parte no quería que en mi nueva familia se presentaran los mismos problemas que tuve en mi infancia, así que decidimos con mi esposo bautizar a nuestro bebé y profesar la religión católica. Soy de la firme convicción que Dios no vino al mundo a dejar una religión, sino más bien, una manera de vivir, así que si ambos buscábamos a Dios y encaminábamos nuestro hogar en la misma dirección, estaríamos bien.

 

Dos años después, recibimos la grata sorpresa de que estábamos esperando bebé nuevamente. Este embarazo no fue tan complicado como el anterior y di a luz a una bella bebé a quien llamamos Saori Isabella del Rosario.  Su peso fue de 7lbs y vino a completar perfectamente nuestra familia.

 

Llevar mi nuevo hogar no ha sido nada fácil. Por momentos, siento que me gana mi pasado y como si quisiera arrastrarme. He pasado por períodos de depresión, donde no quiero saber de nada ni de nadie; no tengo ganas de levantarme de la cama, ni bañarme, ni comer y solamente deseo llorar y llorar por horas. Mi esposo me consolaba, me abrazaba y me dejaba llorar en su hombro hasta que me quedaba dormida a las 2 o 3 de la mañana. Después mi hijo empezaba a notar que gran parte del tiempo estaba triste y me preguntaba la razón. ¿Cómo le explicas a un niño de 3 años todo el nudo de emociones que tienes dentro? No sé puede. Así que mi esposo me sugirió ir a terapia, buscamos una psiquiatra y comencé a asistir regularmente dos veces por semana, luego una vez por semana y así sucesivamente se fueron espaciando las consultas. Esta especialista en salud mental me ha ayudado enormemente a vivir mis duelos, a dejar de un lado mi pasado, que no puedo borrarlo u olvidarlo, pero tampoco puedo traerlo a mi presente, pues al hacerlo, me roba las grandes bendiciones que Dios me está regalando en estos precisos momentos.

 

La psiquiatra me sugirió en varias sesiones que con mi historia de vida, mi manera de afrontar los problemas, debía actuar y ayudar a muchas personas más. Es como la parábola de las monedas de oro, donde un hombre encomendó sus bienes a sus siervos y después los llamó para ver que habían hecho con ellos. Hubo uno que multiplicó lo que le había dejado. Otro ganó también un poco más de lo que le había sido encomendado, pero el último de los siervos no hizo nada con las monedas que recibió, pues las había enterrado.

 

Después de pensarlo varias noches y ver de qué manera podía ayudar a otros, tomé la decisión de inscribirme nuevamente en la Universidad, pero esta vez, estudiaría la licenciatura de psicología clínica y heme aquí, pues no quiero ser como ese siervo que no hizo nada con sus monedas.

 

Recién estoy empezando este nuevo reto y estoy muy emocionada. Algunas veces es difícil, pues casi todos mis compañeros son mucho más jóvenes que yo, pero eso no me detendrá para llegar a la meta. Ya tengo una licenciatura y una maestría en comunicación, y con 29 años aún me considero joven para lograr este nuevo objetivo. ¿Me da miedo? Si, por momentos siento que estoy loca y que en lugar de empezar de cero en una nueva carrera, debiera estar inscribiéndome para estudiar un doctorado u otra maestría. Pero dentro de mí, sé que este es el camino correcto que debo tomar.  

 

Mi esposo es el pilar que me apoya y quien me da ánimos todos los días. Mis hijos son mi fortaleza para seguir adelante, pues quiero que ellos tengan la vida más maravillosa que alguien pueda llegar a tener. Estoy consciente que somos humanos, que nos equivocamos todos los días, pero en medio de toda esa imperfección, deseo hacer mi mejor esfuerzo para que ellos tengan una vida plena.

 

Dios me ha bendecido con una maravillosa familia. Después de no tener prácticamente a nadie, hoy tengo dos hijos bellísimos, un esposo que me apoya incondicionalmente en todos los momentos, aún en los más oscuros. Una suegra que ha sido como mamá para mí y unos cuñados de cien puntos.

 

¿Qué me depara el futuro? Es incierto. Por hoy quiero disfrutar el presente y gozarme esas babitas de bebé, esas sonrisas espontaneas, esos besos pegajosos, esas manitas llenas de tierra, comida o marcador, ya que todo eso es únicamente muestra del más puro y profundo amor misericordioso de Dios, pues tengo el don de la vida y siento que esta es una nueva oportunidad para ser feliz y para compartir esa dicha con las personas que me rodean.

 

Yo me describo como una persona feliz, súper trabajadora, perseverante, fuerte y de carácter. Soy honesta, algunas veces demasiado, pero prefiero la verdad a la mentira. Valoro el tiempo de las personas, sobre todo aquel que se comparte en familia y respeto mucho la diversidad de opinión, podemos pensar diferente y no por eso dejar de ser amigos. Amo la vida y quiero gozar cada minuto.

 
Este es un pequeño extracto de mi vida. Esta soy yo, Lucía, simplemente Lucía.


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